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miércoles, 11 de junio de 2008

El Laverinto de las Minas en Bolivia.

Un halo de luz devela la sombra de un hombre que escudriña las entrañas de un cerro de plata, en los socavones de la mina María de Potosí (Bolivia). Sus palabras, cargadas de coca y fatiga, permiten conocer su azaroso trabajo y descubrir un retazo de la historia de su vieja Ciudad, Potosí, que durante la época colonial fue la más grande de América.

Silencio y oscuridad. Caminos estrechos, enrevesados, inverosímiles. Subir y bajar por galerías y socavones. Aire extraño, polvoriento, casi irrespirable. Sensación de ahogo y asfixia. Pasos dubitativos, inciertos, tal vez temerosos... Quizás lo mejor sería volver y reencontrarse con el Sol, ese gigante de flecos dorados que dormita en la cúspide de unos cerros con entrañas de plata.

Pero no hay marcha atrás. Los pasos se agrandan, se multiplican, se vuelven vigorosos y repetitivos. La oquedad de las minas -con su agónico repiquetear de barretas y combas- se traga a los hombres convirtiéndolos en sombras borrosas, en sombras de tierra y sudor que añoran el Sol, la luz, el campo abierto... "porque aquí no hay noche ni día. Las horas son todas oscuramente iguales".

El eco de las galerías le da a cada palabra un extraño matiz, quizás fantasmagórico, tal vez conmovedor; entonces, las luces difusas y amarillentas de un trío de linternas apuntan hacia el fondo del socavón: "de allí vino la voz", murmuran... y los conos luminosos se cruzan, se chocan, se entreveran, tratando de encontrar al minero de las "horas iguales".

La metralla de luz hiere los ojos acostumbrados a las sombras. El fulgor dorado de las linternas baña un rostro cobrizo de arrugas marcadas a cincel. Un garabato de sonrisa aparece en la faz recién iluminada, mientras una mano presurosa e inquieta trata de espantar los haces intrusos: "¿Por qué han venido hasta aquí?", pregunta en un tono neutral y desganado, que no evidencia ni alegría ni amargura.

El hombre le da la espalda a los conos luminosos y vuelve a su incansable búsqueda de plata en la mina María de Potosí... de pronto, una mano amistosa le tiende un puñado de hojas de coca; el minero voltea, observa, piensa, se rasca la cabeza, decide aceptar: "es nuestro único alimento en el socavón. Nos quita el hambre, el frío y hasta el cansancio".

Desde la época colonial, los mineros indígenas de Potosí descienden a las profundidades del mítico Cerro Rico o Sumaj Orcko (montaña majestuosa), con puñados de hojas de coca, que le sirven para engañar al hambre y timar al cansancio en sus extenuantes jornadas laborales, que en algunos casos sobrepasan las 12 horas de trabajo continuo.

Contradicción en la historia de la Villa Imperial de Potosí: relatos de conquistadores aventureros y sagaces, que encontraron la fortuna en el Cerro Rico; drama de miles de indígenas obligados a trabajar en la extracción de la plata. Derroche en la Ciudad, desesperanza en el interior de las minas... y se construían iglesias y casonas y había fiestas deslumbrantes.

Nadie quería escuchar los lejanos gemidos de muerte que estremecían las entrañas del Cerro Rico.

La Ciudad colonial estaba envuelta por el esplendoroso halo de la fortuna. Frenesí y ostentación. Las calles bullían de gente, afamados artistas pululaban en la tierra de la plata; entonces, para qué preocuparse por la vida de los hombres del Ande. Ellos no valían nada, lo único importante eran los cerros de mineral que engordaban las arcas de la corona.

"Aquí dejamos parte de nuestra vida. Le juro que es muy difícil ganarse el pan en las minas, hay tantos peligros: los gases, los derrumbes, un explosivo mal puesto. Pero siempre ha sido así. Usted no tiene ni idea de cuántos de nosotros han muerto en el socavón...". No más palabras, el hombre -casco ladeado, pantalones raídos, botas cubiertas de barro- arremete contra una veta extenuada. La coca dormita en un sucio morral.

En busca del Tío.


Aires de soledad en la plaza de Potosí. Viejas casonas, iglesias coloniales, balcones de madera, calles demasiado angostas bajo las faldas del Cerro Rico, un gigante perforado, un auténtico laberinto de socavones. La Ciudad -ahora serena y excesivamente tranquila- exhibe los rastros de su proverbial belleza, los mismos que le valieron el título de Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Voces, susurros, mitos y leyendas. El mercado minero es un hervidero de gente. Se vende coca, cigarros sin filtro, aguardiente, mechas y explosivos; se cuentan historias de hombres afortunados, de derrumbes apocalípticos y, también, se habla de Tío, el espíritu que habita en las minas, el dueño de la riqueza escondida, que decide sobre la vida y la muerte de los hombres del socavón.

Invencible, veterano y poderoso, el Tío no pudo ser extirpado por los predicamentos de los catequistas españoles... y los nativos del Ande, le rendían culto a escondidas, brindaban con él, le invitaban hojas de coca y le pedían permiso para extraer el mineral y le decían que no los moleste y los deje trabajar en paz. Que no les quite la vida.

Apariencia de diablo. Barba de chivo, cuernos cimbreantes, piel rojiza, la imagen del Tío nunca falta en los socavones. El reina en la oscuridad y los hombres del Cerro Rico nunca lo olvidan, ni siquiera cuando vuelven a la luz o cuando caminan por las calles nostálgicas de Potosí, la Ciudad de la plata, del derroche y, también, de la riqueza perdida en la historia.

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